Capítulo 1.



Unas horas antes...

El alarido estalló en su habitación y se desvaneció como la agonía de una tempestad. Sin embargo, dejó unas desagradables vibraciones que no dejarían de acosar a Pamela Hopkins a lo largo del día. Las pesadillas se volvían a repetir. Habían cesado durante años, pero sin saber por qué, aquella noche volvieron..., manifestándose con mayor intensidad de lo habitual. El detonante era el mismo. Sin embargo, en esa ocasión, el terror se había zambullido en el interior de Pam, estrangulándola como una muñeca de trapo.

En la pesadilla, rodeada en un primer momento con la dulce falsedad de la que están dotados los sueños, ella se encontraba frente a la valla que su padre le había prohibido acercarse. Sin embargo, ella siempre escuchaba un leve gemido todas las mañanas que la empujaba a aproximarse. El sol irradiaba en lo alto como un observador atento, cálido en aquel verano del 59, escudriñando con la experiencia que otorgan los millones de años, cómo una Pam de ocho años introducía su mano entre los huecos de la valla de tela metálica para intentar acariciar a aquel perro que dormitaba con un ojo entornado. A medida que su mano invadía el terreno dominado por el animal, el sol fue sustituido por una luna traicionera, que hizo que el halo amistoso y seguro del sueño se transformase en unos colmillos que se hundían en su frágil antebrazo. Después del primer chillido, Pam notó que el dolor la apresaba y la zarandeaba de un lado a otro. Un dolor incontrolable que terminó por convertir el calor del sueño en una fría y grotesca pesadilla en que la sangre de su brazo lo inundaba todo, como una sábana púrpura que ondeaba al viento, viento de alaridos y muerte. A su espalda, pero lejos, demasiado lejos para poder soportar aquel dolor durante tanto tiempo, sus padres corrían viendo el cuerpo de su hija siendo sacudido por el perro que custodiaba la granja. En el momento en que su antebrazo quedaba reducido a un simple colgajo, Pam despertaba entre gritos, llevando su mirada al brazo para ver una antigua cicatriz ovalada con varias incisuras alrededor, que con el tiempo había llegado a ser sólo una tenue mancha.

Pero en la parte más recóndita de Pam, aún bullía una cicatriz más profunda y sin sanar.

Su padre, con el firme carácter de un hombre que regentaba una importante inmobiliaria, le había explicado en más de una ocasión que debía olvidar aquello de una vez; habían pasado doce años desde entonces. Claro que Pamela pensaba que su padre no era el que había sufrido la mordedura de un perro con tan sólo ocho años. Pensaba que su padre se tomaba el asunto muy a la ligera. Pero ella, como verdadera afectada ─a pesar de que su madre la había acompañado en las lágrimas en los días siguientes al fatal incidente─, sufrió de horribles pesadillas en los años posteriores.

La habitación se encontraba sumergida bajo un profundo silencio que sólo hizo incomodar a Pamela. Se irguió sobre la cama con la sábana cubriéndole hasta el cuello, en un gesto de absurda protección; pero nunca había logrado evitar sentirse asustada después de las pesadillas. Su padre podría insistir cuanto quisiera. Pamela se dijo que si él hubiera sufrido aquella mordedura podría entonces, tal vez, comprenderla. Cualquier persona medianamente adulta ─y Pam se consideraba como tal con sus diecinueve años─, razonaba que las pesadillas eran sólo eso: simples pesadillas. Pero su pesadilla le producía un terror que no había aprendido a controlar pese a las largas visitas a las diferentes psicólogas a las que había acudido.

Con todo, trató de animarse pensando que ese día ─13 de agosto de 1971─ era el señalado por ella en el calendario que pendía de la pared de su cuarto con un círculo rojo doblemente trazado. Miró por la ventana deseando que la noche retrocediera. La mezcla de tonos azulados que vio en el horizonte, a través de la ventana, le hizo esbozar una leve sonrisa a pesar de verse aún envuelta por el asfixiante halo que siempre le dejaba la pesadilla. Era el día en que Tommy usaría la furgoneta para acudir al concierto de rock; por fin había persuadido a su padre para que le dejara la Volkswagen amarilla.

Se apartó el cabello de la cara al tiempo que se imaginaba a sí misma sentada en el asiento del acompañante, acudiendo a su primer concierto de rock. Y el hacerlo sin la aprobación de su padre le daba ese aire desafiante tan necesario a su edad. Casi carecía de importancia el grupo que hubiese sobre el escenario, el simple hecho de sentir el desafío era lo que le gustaba.

El verano pasado, su vida había entrado en una monótona pendiente en que los días se sucedían uno tras otro, sin el menor anhelo por descubrir más cosas que las que tenía frente a sus ojos. El conocer a Tommy y a Becka en el primer año de universidad, le había ayudado a despertar a tiempo para saborear los últimos coletazos de su adolescencia. Sobre todo, a Becka, que con su siempre presente sonrisa y sus gestos alocadamente atrevidos, lograba arrancarle una oportuna carcajada. Al finalizar las clases aparecía un chico algo mayor que Becka, y ambos se enroscaban durante minutos como dos serpientes hambrientas. El bueno de Tommy siempre iba cargado de pesados libros sobre circuitos electrónicos; estaba convencido de que las revoluciones de las que se hablaba en los cada vez más frecuentes mítines no eran nada comparado a la revolución tecnológica.

Ahora las cosas estaban cambiando a mejor gracias a sus nuevos amigos. Al menos habían cambiado fuera de casa; dentro, su padre, en los momentos en los que se hallaba, la miraba cada vez más sorprendido ante su sutil cambio de vestuario. Y cuando dirigía una mirada a su esposa, ésta la eludía mirando hacia otro lado.

Recordar todas aquellas cosas disminuía la ansiedad que le había provocado la pesadilla, pero sabía que con toda seguridad volvería para acosarla una vez más.

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