Capítulo 3.




Tommy se limpiaba el sudor con un pañuelo que Pamela había sacado de la guantera, donde por lo visto se podía encontrar cosas de lo más insólitas: un único pendiente con un colmillo alojado por el orificio realizado con un punzón. Pam lo había mirado con curiosidad mientras pensaba a quién podría pertenecer el diente, cuyo tamaño le hizo experimentar un leve escalofrío que trepó por la espina dorsal, como un oscuro augurio de calamidad.

Tommy bajaba la vista continuamente al indicador de gasolina, y su cara se transformaba en una mueca de creciente desesperación.

Entretanto, el calor fue apresando a la furgoneta que circulaba por un carretera en tan mal estado que logró eliminar la euforia del inicio del día. Ni tan siquiera la radio ofrecía sus animosas canciones de rock; hacía rato que Tommy había optado por apagarla. No obstante, Mark trataba de estimular el ambiente tocando con la guitarra algunas canciones de su repertorio particular. Las notas emanaban de las cuerdas, y sus vibraciones se elevaban en el aire, creando un ambiente agradable, aun a pesar del intenso calor. Pam intentó cambiar varias veces de postura en el reducido espacio del asiento a la vez que se quejaba del calor. Por fortuna Becka le alargó un botellín de agua; Pam agradeció que en la nevera portátil no sólo hubieran latas de cerveza y licor.

─Qué calor más incómodo ─suspiró, bebiendo apresuradamente toda el agua. A lo lejos, sobre el asfalto, divisó el efecto danzante del calor y, tras éste, el difuso escenario. Con todo, procuró que el inesperado giro que estaba dando el viaje no mermara el entusiasmo con que había empezado el día..., pese a la pesadilla.

No vuelvas con ésas, Pam. No es el momento.

Sacudió la cabeza, intentando expulsar el pensamiento, como si de una mosca se tratase. Incluso Becka y su novio se habían alejado el uno del otro, resignándose a reprender sus impulsos. Bajo el vello del pecho de Mark, su piel perlada por el sudor parecía arrojar pequeños destellos.

─Esto es un asco, tíos. ¿Qué falta para llegar a la gasolinera?

─Será mejor serenarnos ─sugirió Tommy.

La mirada de Mark permaneció paralizada por un segundo.

─¿Serenarnos? Vaya, otro que va a la universidad. Por lo menos os enseñan a hablar bien, aunque dudo que yo hable mal, ¿verdad?

Su chica le dirigió una sonrisa burlona.

─Veo que estoy rodeado de intelectuales. Es fantástico. ─Mark dio la última calada al cigarrillo.

De pronto, un penetrante olor enmudeció a Mark, y la colilla se desprendió de sus dedos. Pam llevó sus manos hasta la nariz y la boca, evitando así que la peste le produjera una arcada.

─¡Puag, qué asco!

─¿Por qué te detienes, Tommy? ─preguntó Becka, acercándose a los asientos delanteros─. Acelera para dejar atrás este mal olor.

Todos miraron con gran curiosidad el polvoriento cartel ladeado hacia la derecha que Tommy les indicaba. En él había escrito: WOODHILLS – 3 MILLAS.

─Estamos de suerte ─dijo─. Por fin nos acercamos a la gasolinera que Pam ha visto en el mapa.

─No tanta suerte ─objetó Mark, dejando de sonreír─. Mirar aquello. Allí, en el suelo. ─Alargó el brazo, señalando con el dedo la parte inferior del poste que sostenía el cartel.

─¡AAH! ─Becka lanzó un grito, y se cubrió los ojos con las manos─. ¡Qué horror!

El poste de madera se encontraba manchado de sangre todavía húmeda. En el suelo yacía un pequeño animal completamente desgarrado por el vientre; del interior de la sangrante abertura sobresalían parte de sus intestinos. Un numeroso grupo de moscas revoloteaba a su alrededor.

─¡Diablos, tío...! ─masculló Mark─ ¿Qué es eso?

─¡Dios... qué asco! ─exclamó Pam─. De ahí viene el asqueroso olor.

Tommy, sorprendido ante la horrenda imagen, miró con atención.

─Parece un conejo. De todos modos continuaremos hasta llegar a la gasolinera ─dijo─. No nos queda casi combustible. No será más que algún coyote, o qué sé yo.

─No, Tommy. Vámonos de aquí cuanto antes ─suplicó Becka─. Ya encontraremos otras gasolineras más adelante.

─Tiene razón, Tommy. Salgamos de aquí. ─Pam miró a Tommy.

Éste dudó un momento. Agachó la cabeza pensando.

─Tranquilizaros, no pasará nada. Sólo llenaremos el depósito y volveremos a la carretera de la cual nos hemos desviado. No tenemos otra opción. El haber cogido esta vieja carretera ha hecho que la reserva se agote casi del todo. La gasolinera debe de estar a sólo una o dos millas.

El silencio llenó la furgoneta, sólo interrumpido por el ruido del motor cuando Tommy arrancó y aceleró, impaciente como el resto por hallar la gasolinera y salir de aquella vieja carretera.

En la mente siempre agitada de Pam, irrumpió una observación que hasta ahora ninguno de sus amigos había advertido: desde que se habían adentrado por aquella carretera, no se habían topado con ningún vehículo. Aquello la sepultó en un interrogante: ¿Por qué?

No insistas, Pam. Con toda seguridad sólo es una carretera vieja que lleva a un pueblo de unos pocos habitantes. Por eso, y sólo por eso, no hay mucho tráfico en esta carretera.

Prefirió dejar las cosas así y no continuar insistiendo en el asunto. Aunque, ¿a quién pretendía engañar con semejantes argumentos? Las personas, simplemente, nunca transitan por los lugares que deciden evitar, pensó. La incógnita era el porqué. A veces era porque no lo necesitaban, o porque el destino de la carretera no conducía a ningún emplazamiento conveniente. Pero en otras ocasiones ─y ése era el motivo que a Pam inquietaba─ era por el miedo. Lo cual encaminaba a otro interrogante. ¿Miedo a qué? Luego estaba el pequeño animal, o mejor dicho lo que quedaba de él. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, abierto y con las tripas desparramadas por el arcén? Pam se estremeció al recordarlo. Sus dedos volvieron a buscar la cicatriz del antebrazo; aquel indefenso animal atrajo hasta ella recuerdos de su pasado. Y lo que terminó por alarmarla fue el preguntarse dónde estaría el culpable de semejante atrocidad.

Santo cielo, Pam, ya basta. Acabarás loca si sigues por ese camino. Tu muy querida señora psicóloga tenía toda la razón cuando dijo que te obsesionas con los pequeños detalles. No es bueno retorcer los pensamientos tanto. ¿Qué quieres conseguir?

Sin embargo, ella había visto la sangre fresca deslizarse por la madera. Y el pobre animal aún desprendía el hedor de la carne viva. Pam se removió, asustadiza, en el asiento, mirando en todas direcciones. Pero sin hallar nada más que los árboles que los acompañaban durante todo el trayecto.

Mark se encendía con dedos ansiosos otro cigarrillo de hierba. Becka estaba acurrucada encima de la cama que había en la furgoneta, con las piernas encogidas al pecho y rodeadas por sus brazos. Se había quitado las gafas de cristales rojos y ahora sus ojos dejaban ver su temor.

─Sigo pensando que esto es un error ─dijo.

─¡Basta ya con eso! ─bufó Tommy─. Todo saldrá bien. No era más que un animal muerto.

─Tranquilizaros un poco, chicos ─intervino Pam, pero notó que estaba más asustada que ellos.

─Sí, olvidad ya ese tema, tíos ─dijo Mark, dando una calada a su nuevo cigarrillo.

Se limitaron a permanecer en silencio mientras aquel tramo de carretera derrumbaba sus esperanzas de pasarlo en grande. Pam, a cada minuto que transcurría, se sentía más extraña consigo misma, era como un súbito malestar del que no conseguía desprenderse por mucho empeño que pusiera. Intentó acomodarse en el asiento, a la vez que se pasaba el dorso de la mano por las mejillas sudorosas. El maldito calor, si al menos no hiciese tanto calor, pensó. Se masajeó las pantorrillas, estaban entumecidas por culpa del largo viaje. Cuando miró la cara de Tommy, vio que éste abrió los ojos como dos platos relucientes, en los que se podía percibir el alivio después de una gran tensión.

─¡Mirad, la gasolinera! ─La voz de Tommy sonó animada─. El mapa tenía razón.

Pam no se sentía tan positiva respecto al hallazgo. La gasolinera «Texaco» se alzaba en el lado derecho de la calzada, como un edificio somnoliento y con los acostumbrados colores rojos polvorientos y reducidos a no más que un simple recuerdo de una época mejor. La furgoneta se acercaba lentamente mientras el leve ronroneo del motor se perdía en la distancia. Pam apretó los dientes cuando advirtió que el lugar estaba claramente abandonado. Cosa que a ella le pareció la decisión más acertada. Pero la furgoneta se adentró por el camino que conducía hasta los dos surtidores. Detrás de la gasolinera, las copas de los pinos se mecían con una danza solemne que auguraba calma; sin embargo, una calma que no dejaba de ser turbadora. En cuanto la furgoneta se detuvo junto a los surtidores, Pam comenzó a percibir que el hecho de que todo se hallara en silencio no le gustaba y pensó que a veces el silencio era presagio de algo peor.

Tommy, con el ceño fruncido, se acarició sus gruesas patillas rubias a la vez que contemplaba la ruinosa camioneta que se encontraba delante, inmovilizada sobre sus cuatro ruedas deshinchadas. Las puertas delanteras habían sido extraídas de sus bisagras. Los asientos de cuero envejecido estaban divididos en surcos que se alargaban como arañados realizados por una garra. Los cristales parecían haber estallado hacia afuera salpicando el terreno. La maleza crecida rodeaba la camioneta. En la parte posterior se adivinaban varios bidones de combustible; algunos rodaban empujados por el viento como brazos invisibles.

Los cristales de la oficina, por la cual debería aparecer el encargado, también estaban rotos y su interior se mostraba envuelto en tinieblas, carente de vida. La emoción de haber encontrado una gasolinera se desvaneció tan rápido como había aparecido.

Tommy asomó la cabeza por la ventanilla.

─¡Hola! ¿Hay alguien?

Sólo el silbido del viento contestó, abriéndose paso a través del follaje de los árboles que se cerraban en un denso bosque.

─Esto parece llevar años abandonado, tío. ─Mark miraba nervioso el lugar─. Tal vez podamos ir hasta el pueblo. Ya que hemos llegado hasta aquí... Debe estar ya muy cerca.

─Voy a comprobar esos surtidores. ─Tommy abrió su puerta y bajó con agilidad.

─Las bombas de gasolina estarán apagadas o vacías ─dijo Pam─. Qué calor hace, por Dios. Bah... lo mejor será salir de aquí.

─Yo voy a estirar un poco las piernas. ─Mark abrió la puerta trasera y bajó con un torpe salto. Se encendió otro cigarrillo de marihuana y miró en derredor, intrigado.

Tommy, mientras tanto, se acercó a uno de los surtidores. Sobre el viejo panel, tras el cual se hallaba el contador numérico de litros y de precios, se extendía una telaraña de vidrio agrietado. Tommy advirtió enojado que el vidrio se hundía como si hubiera sido aplastado a martillazos. Pensó que alguien debía haber perdido la chaveta.

De pronto, percibió un olor rancio y el estómago le dio un vuelco. Era un hedor fétido semejante al aroma que desprende la carne en descomposición. Dentro de la oficina escuchó el zumbido de insectos.

Se acercó a la entrada de la oficina cuando Pamela le llamó:

─Tommy ─dijo, mirando por la ventanilla entre suspiros─, aquí no hay nada. ¿Por qué no nos vamos? ─Se recostó en el asiento. Se miró la blusa violeta empapada de sudor y lanzó otro suspiro de resignación.

Entre el hueco de ambos asientos frontales, Becka la sorprendió.

─Un mal comienzo, ¿eh?

Pamela reparó en que el humo acumulado abandonaba la furgoneta por la puerta trasera, liberando algo de la cargada atmósfera. No comprendía cómo Mark y su chica lograban sobrevivir rodeados durante casi todo el día por el humo de la marihuana. No era de extrañar que Becka esbozara sin esfuerzo tantas sonrisas.

─Muy malo. Y no me gusta este sitio ─dijo Pam─. ¿Te has fijado? ¿Cuánto crees que llevará abandonada?

─No tengo ni idea.

─¿Por qué una gasolinera abandonada tan cerca ya de una localidad? Debe de estar a una milla como mucho ─murmuró Pam.

Tommy, parado bajo el umbral de la puerta, percibía el murmullo de las voces de las chicas, pero no les prestaba atención, sus ojos estaba fijos sobre algo más sobrecogedor.

A medida que se habituaba a la oscuridad, fue creciendo en él el valor para entrar en la oficina, pese a la repugnante pestilencia que lo retenía en la entrada, dubitativo. Pero la curiosidad acabó traspasando una vez más las fronteras del miedo y dio un paso adelante.

Dentro, el olor era más intenso. Tommy se preguntó a qué era debido.

En la izquierda, el mostrador casi conseguía llenar la estancia, lo cual atribuía a Tommy la sensación de verse preso en el interior de una caja de cartón. Sobre el mostrador, la caja registradora aún contenía la escasa fortuna que había podido acumular. Pero lo que necesitaba era saber qué demonios había sucedido en aquel lugar.

Dio otro paso más al frente y quedó sepultado por las sombras. Seguidamente avanzó una paso más, tropezando con algo. Tommy lanzó un respingo, fijó su mirada en aquello con lo que había topado... y fue cuando lo vio.

Abandonado, corrompido y en descomposición, se hallaba el cuerpo de... alguien. A pesar de la dificultad para llegar a dicha conclusión, supo que era un hombre viejo.

Tommy tuvo la impresión de que las cuencas vacías del viejo le miraban. La carne del rostro estaba desgarrada a zarpazos. Lo que anteriormente había sido la reseca mejilla izquierda, era ahora una red de arañazos abiertos que dejaban al descubierto el hueso astillado. El cuerpo, carente del brazo derecho, vestía un típico atuendo de empleado, destrozado a mordiscos. Los desgarros del tejido de los pantalones revelaban graves heridas de sangre seca. Sobre la abertura del vientre aparecían los primeros gusanos, precipitando sin remedio la descomposición. Una horrible pestilencia se acumulaba en torno al cadáver, y todo el conjunto formaba una visión espantosa.

Los primero que pensó era que un coyote lo había atacado. Pero aquella idea insostenible no duró demasiado tiempo en su cabeza.

En la asustada mente de Tommy todo comenzó a dar vueltas. Se sintió aturdido por el hediondo olor que emergía del baño dispuesto únicamente para el empleado. La puerta se estremeció. Todo aquello hizo que se arrepintiera de haber entrado en la oficina, incluso en aquella gasolinera. Y lo que lo llevó a preguntarse qué diablos hacía allí plantado observando el cadáver, fue el chirrido que produjo la puerta al abrirse. Se volvió con los ojos impregnados por el brillo del miedo. Ahora el hedor era más insoportable y se vio impulsado a llevarse las manos a la nariz para atenuar la peste.

Al principio no vio nada. ¿Y por qué debía ver algo? ¿Acaso la brisa que entraba por la ventana situada en lo alto del baño no podría haber empujado la puerta? La respuesta llegó de inmediato. Una pezuña negra se apoyó en el suelo, dando un paso adelante, apareciendo por entre la puerta con la pintura desconchada y la jamba.

Tommy retrocedió al contemplar horrorizado cómo un perro inmenso aparecía frente a él. Al hacerlo tropezó una vez más con el cuerpo del viejo que aún yacía en el suelo como un mero espectador.

El animal inmóvil miró a Tommy a los ojos. Era un Dóberman negro que estaba ciego de un ojo; una antigua herida le impedía abrirlo. Lo miraba con la cabeza levemente ladeada como si tratase de enfocar por el único ojo útil. Su enorme cuerpo rezumaba un apestoso olor; del lomo se había desprendido parte del pelaje negro que rodeaba las cicatrices todavía bulliciosas, con la sensación de estar vivas, como si nunca tuviese lugar el proceso de cicatrización.

Cuando el perro elevó las fauces aparecieron unos enormes colmillos de los que goteaban una baba espumosa. El animal dio un paso al frente, tanteando al muchacho. Avanzaba con lentitud, con astucia, olfateándole.

Fue cuando Tommy comprendió. Aquel pobre anciano estaba siendo devorado pacientemente por aquella cosa de la que quedaba poco de perro.

Quiso huir de allí, pero le fallaron las piernas.

─Dios mío. ─Retrocedió sin apartar la mirada. Al tercer paso tropezó con el mostrador; la caja registradora produjo un sonido metálico y algunas monedas tintinearon.

El perro empezó a emitir unos leves gruñidos como si presintiera que el muchacho fuese a huir.

Tommy dirigió su mirada hacia la furgoneta. Seguidamente volvió a mirar a ese animal cubierto de imperfecciones quirúrgicas. Sus ojos iban de la furgoneta... y luego al animal.

El corazón se aceleró en su pecho, tropezándose un latido con otro. Empezó a sudar.

Pese a saber que si rompía el contacto visual el perro se abalanzaría sobre él, Tommy saltó hacia la salida de la oficina.

Aquella cosa se lanzó pesadamente dando de pleno contra el mostrador; lanzó un alarido grotesco, como si intentase simular el ladrido de un perro.

Sin mirar atrás, sin la necesidad de saber a cuántos metros le separaban del animal y de si conseguiría alcanzar la portezuela de la furgoneta, Tommy comenzó a correr. Y lo hizo como no imaginó que podría hacerlo.

Mark se encontraba apoyado en la parte posterior del vehículo con uno de sus cigarrillos entre los dedos, escrutando distraídamente el cielo.

─¡Entra en la furgoneta, Mark!

─¿Eh? ¿Qué dices? ─Mark vio a un bulto negro salir corriendo detrás de Tommy con los ojos inyectados en sangre─. Joder. ─Con una mueca de terror arrojó el cigarrillo al suelo y entró en la furgoneta sin pensarlo.

El semblante de Pam se transformó en una máscara de miedo a medida que su mente daba forma a lo que perseguía a Tommy.

No puede ser, otra vez no.

Sus manos buscaron a tientas la manivela, sin dejar de mirar el enorme Dóberman negro. El cristal comenzó a subir a una velocidad que a Pam le resultó eterna.

─¡Dios santo, Tommy! ¡Tommy, corre! ¡Corre!

Tommy corrió como un condenado mientras percibía el aliento de la enorme bestia en la nuca. Pasó junto a los surtidores y, con un movimiento ágil, se desplazó a la derecha. Las gafas se le deslizaron sobre el sudor de la nariz y cayeron al suelo.

─¡Corre! ¡Lo tienes detrás de ti! ¡Tommy, por Dios! ─Los gritos de Pam llegaron a los oídos de Tommy como un estruendo dañino.

Después de alcanzar la puerta del conductor, entró y cerro con un portazo.

El pesado animal avanzó torpemente, arrojando ladridos graves al aire. Se acercaba a la furgoneta.

Tommy cogió la llave y se dispuso a insertarla en la ranura, pero falló el intento.

─Vamos, vamos, tío ─gritó Mark, y abrazó a Becka, que temblaba bajo sus brazos.

─¡Date prisa, arranca! ─Pam le golpeaba en el hombro, enloquecida.

El interior de la furgoneta se había convertido en un cúmulo de chillidos desesperados.

─¡Callaros! ─exclamó Tommy en cuanto introdujo la llave al segundo intento─ ¡Arranca, joder!

El motor de la furgoneta despertó.

Pam miró por la ventanilla y se llevó las manos a los ojos para apartar de su vista la enorme masa de carne que se disponía a saltar hacia la furgoneta; de la boca se desprendían colgajos de baba que caían al suelo. Seguidamente, el hocico del perro impactó contra la ventana de Pam, salpicándola de miles de diminutos cristales. El animal quedó en el suelo tras el golpe, jadeando.

En ese instante, Tommy pisó a fondo el acelerador y las ruedas de la furgoneta patinaron, dejando una nube de polvo detrás.

Pam chillaba con trozos de cristales sobre las piernas y cortes en el rostro.

En el terreno llano que se extendía frente a la gasolinera, la furgoneta viró y se colocó en una mejor posición para tomar el sendero de salida. Vieron en el suelo aquel apestoso animal.

─¡Vamos, acelera! ─gritó Mark─. Atropella a esa cosa.

La bestia se incorporó torpemente sobre sus cuatro patas y observó con creciente odio, cómo la furgoneta avanzaba con la intención de precipitarse contra ella. Y comenzó a correr con increíble demencia hacia el vehículo. La parte frontal golpeó con terrible fuerza el cuerpo del animal, pasando después por encima; bajo las ruedas comenzó a aullar de dolor.

─¡Jódete, bestia del infierno! ─chilló Tommy con aires de triunfo.

Cuando dejaron atrás el bulto negro, Mark miró por el cristal trasero del furgón y vio que el perro aún se retorcía en el suelo.

─Madre mía... Aún vive esa cosa.

─Nos vamos de aquí ─dijo Tommy─ ¿Estás bien, Pam?

Ella asintió mientras se quitaba con cuidado los trozos de cristal de sus pantalones, y los depositaba en una bolsa pequeña que había sacado de la guantera.

La furgoneta abandonó la gasolinera rumbo al pueblo. Mientras tuvo ángulo, Pam vio cómo el perro se erguía sobre sus patas y comenzaba a caminar lentamente tras ellos, sin dar la batalla por perdida. Con los ojos fijos en aquella cosa que arrastraba sus cuartos traseros por la carretera, no advirtió que todo su cuerpo temblaba.

La gasolinera quedó atrás. Sin embargo, Pam aún escuchaba los aullidos que transportaba el aire. Miró al frente y su cuerpo sufrió una sacudida.

Tommy la miró.

─¿Estás bien, Pam?

─Sí. ─Su voz emergió como un lejano susurro.

Mark rompió el silencio en el que se hallaba la furgoneta.

─Eh... eh... espera. Será mejor dar la vuela y largarse de aquí, Tommy.

─No nos queda gasolina ─anunció Tommy. La aguja amenazaba alarmantemente con estrellarse en el límite de la reserva─. Y Pam tiene algunos cortes en la cara. En el pueblo llenaremos el depósito y denunciaremos lo que hemos visto.

─¿Qué clase de perro era ése? ─preguntó Becka acurrucada detrás─. Era muy extraño, parecía un Dóberman. Y Seguro que hizo eso al pobre animal que vimos al lado del cartel.

─Tenía unas cicatrices muy extrañas en el lomo ─observó Tommy─. Era como si estuviera operado.

La conversación permanecía suspendida en la pesada atmósfera que reinaba en derredor de Pam. Sin embargo, ella se hallaba a cientos millas de allí, a varios años de distancia, con su inocente mano intentando acariciar al perro que gemía cada mañana. Viendo con los ojos del recuerdo a un Pastor alemán acercándose a gran velocidad hasta sus regordetes dedos que se agitaban ansiosos por palpar el pelaje del animal, cuya lengua colgaba goteando baba al césped. El perro comenzó a gruñir frente a la inmutable sonrisa llena de satisfacción de la pequeña Pamela.

Pam abrió los ojos a tiempo para que no se repitiera el suceso. Pero todo estaba ocurriendo de nuevo. Con la salvedad de que ahora el perro era más grande, horrendo, y ella no sentía la más mínima necesidad de acercarse ni de posar sus manos encima del lomo. ¡El lomo, Dios mío! ¿Qué le había pasado al animal?

¿De verdad te importa, Pam?

En realidad no. Pero sentía la irrefrenable necesidad de entender cómo puede un fin de semana torcerse de aquella manera. Sólo una carretera solitaria y una gasolinera abandonada. Todo lo contrario a lo que había esperado del viaje. La ilusión de lo nuevo sustituida por un antiguo temor.

Su mirada permaneció fija en el parabrisas. No obstante, no prestó atención a cuanto se aproximaba. Ni siquiera le importaba qué decían los muchachos. Sólo era primordial que, tras ella, un enorme perro se arrastraba con la intención de no dejarla escapar.

No debes tener miedo de una pesadilla, cariño, le había dicho en más de una ocasión la mujer que lucía siempre la misma bata blanca como si con aquello lograse relajar a sus pacientes. La etiqueta color crema que resaltaba en su atuendo rezaba: Helen White. Incluso el nombre parecía escogido para crear una dicha apacible en derredor del paciente. En un primer momento, la pequeña Pam no supo qué contestar y se limitó a asentir sin apartar los ojos de la sonrisa de la mujer. Años más tarde se preguntó si aquella mujer habría sufrido de pesadillas cuando era niña.

Los altos pinos, sembrados a ambos lados de la vía, arrojaban una inquietante sombra bajo la que circulaba la furgoneta. El retrato de la aldea se dibujó en la distancia a medida que se aproximaban. Las líneas de los tejados comenzaron a resaltar y todo se agrandaba ante ellos como si en verdad fuese la aldea la que se acercara, hambrienta de despistados viajeros.

─¡Eh, mirad! ─dijo Tommy.

En el lado opuesto de la carretera, un bosque abarcaba varias millas de distancia, como si ocultase la aldea al resto del mundo.

Becka, que se encontraba mirando por la ventanilla, vio un camino que dividía el bosque.

─No me gusta este lugar.

─Pronto continuaremos el viaje hacia el gran concierto ─dijo Tommy, añadiendo algo de calma a la situación.

Sobre el arcén yacía un cartel de bienvenida en el que se podía leer:

«Bienvenidos a Woodhills.

Disfrute de su estancia.

Población 630 habitantes.»

Becka advirtió que dos de las cifras estaban tachadas, quedando únicamente visible el cero.

─Mira Mark, ¿has visto? ─señaló ella─ ¿Por qué habrán hecho eso?

─¿Quién sabe? Tal vez ya no viva nadie en el pueblo ─contestó Mark.

─O tal vez estén todos muertos ─añadió Pam con voz sombría.

─Oh, por favor, no sed tan dramáticos ─dijo Tommy─. Ya basta. Sólo llenaremos el depósito.

La furgoneta se adentró por la calle principal de la aldea. A los lados quedaban casas silenciosas; casi todas, con los cristales de las ventanas rotos. Una puerta movida por el viento golpeaba repetidamente contra la jamba astillada. Un viejo automóvil con la puerta del conductor abierta y el techo hundido, se encontraba estacionado frente a un edificio de dos plantas. Los cristales del escaparate de una barbería se encontraban esparcidos sobre la acera, como diamantes que relucían al sol. Las calles estaban desiertas y tan silenciosas que todavía se escuchaban los constantes golpes de la puerta. El viento atravesaba las callejuelas con un silbido estremecedor. Y la impresión de que todos los habitantes de la aldea habían huido era cada vez más latente.

─Todo esto me huele mal, tío ─dijo Mark.

Becka se abrazó a él.

─Tiene razón, Tommy. Será mejor salir de aquí.

De pronto, la voz asustadiza de Pam dijo:

─Escuchad. ─Sus ojos bien abiertos relucían presa de una creciente ansiedad.

─¿Qué? ─preguntó Tommy, intranquilo.

─Nada ─dijo Pam─. Aquí no hay nadie. ¿Es que no lo entendéis?

─Esto es como en la gasolinera, Tommy ─dijo Becka─. Yo voto por irnos de este lugar.

─No me creo que un perro haya acabado con un pueblo entero. Nosotros casi lo dejamos fuera de combate con sólo un golpe ─replicó Tommy.

─¡El perro! Venía siguiéndonos ─exclamó Pam.

Mark y Becka se miraron alarmados. Se acercaron a la ventanilla de la puerta trasera de la furgoneta y miraron. La calle estaba desierta.

Mark se volvió.

─Tío, larguémonos de aquí de una vez.

Tommy pisó el frenó con brusquedad. La furgoneta quedó en medio de la calle.

No se oía absolutamente nada. Ni pasos de personas, ni murmullos procedentes de los hogares, nada. Un pueblo fantasma.

─Qué silencio más incómodo, Dios mío ─susurró Pam─. Aquí ha sucedido algo terrible.

─Está bien, he parado. ¿Qué hacemos ahora? ─preguntó Tommy, alterado─. No tenemos casi gasolina. Nos quedará para unos minutos de viaje. ─Giró la cabeza para mirar a Pamela─. ¿Estás sangrando todavía?

─No... yo estoy bien.

─¿Estás segura?

─Sí.

─Bien, ¿estáis listos para empujar? Porque como he dicho, sólo tenemos para unos minutos de viaje ─dijo Tommy, resignado.

─Menudo desastre, tío. ¿Por qué no hay una lata de gasolina en esta maldita furgoneta?

─No me eches a mi la culpa, Mark ─replicó Tommy.

─¿Quién es el dueño de la furgoneta? Tus padres no están aquí para echarles la culpa.

De pronto, unos pasos pesados llenaron el sobrecogedor silencio que dominaba la aldea.

─Ssshh, ¿lo oís, verdad? ─preguntó Becka en un susurro.

Los pasos se escuchaban ahora más cerca, en el costado derecho de la furgoneta. Una repentina exhalación irrumpió en Pam al advertir que los pasos se acercaban por su lado. Su corazón saltó hasta la garganta.

Una lata de conservas vacía, que había sido golpeada por algo, rodaba por el asfalto. El ruido se desplazó por las paredes de las viviendas a medida que el objeto metálico se deslizaba hacia el otro lado de la acera, chocando con el bordillo.

Cuando Pam se asomó para satisfacer su curiosidad, vio uno de esos perros salvajes que se acercaba por detrás del furgón. Era un Pastor alemán como el de la pesadilla de Pamela Hopkins. O al menos lo fue una vez; ahora había quedado reducido a una maraña de pelo marrón impregnado de sangre seca. El lado izquierdo del lomo carecía del pelo, en su lugar palpitaba la carne rosada.

─Dios mío, hay uno de esos perros allí, en la esquina. Y me está mirando.

─Arranca, Tommy, larguémonos de una vez por todas ─sugirió Mark, mirando por la ventanilla trasera. Allí estaba el animal, inmóvil mientras miraba hacia ellos.

Tommy obedeció.

El vehículo aumentó de velocidad hasta alcanzar la siguiente esquina. Haciendo marcha atrás se adentró en el cruce con la intención de enderezar y volver por donde habían llegado. Desde aquel ángulo todos vieron emerger de una casa a dos perros. El primero apareció en el umbral de la puerta principal, un Dóberman con sólo una oreja; el otro se alzó entre gruñidos del abandonado césped en el que yacía tumbado. Otros tres perros enormes aparecieron en la esquina para unirse a la manada. Una de aquellas bestias sostenía entre sus dientes algo parecido a un conejo totalmente triturado. Del amasijo de carne caían gotas de sangre al suelo.

Tommy giró el volante, volvió a tomar la avenida de la aldea y pisó el acelerador.

El Pastor alemán (el que Pamela había advertido por su ventanilla) comenzó a correr frenéticamente desde el flanco izquierdo.

─¡Cuidado, se acerca el primero! ─indicó Pam, señalando con el dedo.

─¡Ya lo veo! ─exclamó Tommy.

Los dos animales salvajes de la casa empezaron a ir también en pos de la furgoneta, pero éstos lo hicieron por la derecha. Avanzaron a terrible velocidad. Eran mucho más rápidos que el perro de la gasolinera. Con un increíble salto alcanzaron el costado del vehículo y se arrojaron contra éste. Al caer al suelo, los perros se alzaron para preparar una nueva embestirla.

En el interior, Mark y Becka sentían las fuertes colisiones.

─¡Acelera, Tommy, tío! ─le ordenó Mark.

Los otros tres perros salvajes se unieron al ataque. Uno de ellos soltó la presa que tenía en la boca. La velocidad que alcanzaban era extraordinaria.

El Pastor alemán saltó y fue a parar encima del capó de la furgoneta. El impacto contra el cristal frontal hizo que se agrietara. El perro trató de incorporarse y resbaló, cayendo pesadamente al asfalto. Las ruedas pasaron por encima sin piedad, aplastando el cuerpo del animal; lanzó un último alarido.

─¡Uno menos! ─bufó Tommy. Rió frenéticamente y pisó a fondo el acelerador.

La furgoneta se encaminó a la salida de la aldea, siendo perseguida por cinco perros salvajes.

Mark, con el corazón palpitante, miró a través del cristal trasero y comprobó que los perros quedaban atrás. Pasaron junto al cartel de bienvenida a la aldea. Frente a ellos tenían el sendero que conducía al bosque.

Pam vio que por la derecha se acercaba el perro de la gasolinera, entre gruñidos salvajes y dejando tras de sí un surco de sangre en la carretera.

─¡Dios mío, por ahí viene el otro perro! ─gritó Pam con los ojos desorbitados.

Mark estaba justo detrás de Tommy, mirando enloquecido al frente, con el rostro perlado por el sudor. Se fijó en el perro de la gasolinera y a luego en el sendero.

─Por ahí, Tommy. Los perderemos de vista.

Tommy, sin pensar siquiera por qué, obedeció y se adentró en el camino del bosque.

El terreno era irregular, y la furgoneta iba dando bandazos. Mark se desplazó a la ventanilla de atrás y al mirar no divisó a los perros corriendo tras ellos.

Tommy tuvo que aferrarse con fuerza al volante, a causa de las vibraciones que producía el conducir por ese terreno. Algunas ramas chocaban con el techo del furgón, mientras se precipitaba velozmente por el sendero, que ahora se inclinaba en fuerte pendiente.

Mark, intranquilo, volvió a mirar por detrás sin ver aún nada que les persiguiera.

─Menudo camino has escogido ─le replicó Tommy─. Esto es una locura.

─¡Cuidado, Tommy! ─Pam lanzó un chillido agudo, a la vez que le avisaba de una gran roca incrustada en el suelo del camino.

En el flanco izquierdo del sendero, una roca afilada sobresalía del suelo como el colmillo de una bestia. Tommy intentó esquivarla con una ágil maniobra, pero sin resultado. Giró el volante a la derecha y logró evitar que las ruedas delanteras chocasen contra la piedra; sin embargo, no tuvo la misma suerte con la rueda trasera. Ésta golpeó con la roca con una fuerza tremenda y abrió una brecha en la cubierta. Con una explosiva exhalación el aire salió, y la furgoneta se declinó levemente a la izquierda.

Ante los ojos de Pamela se abría un extenso claro. La furgoneta salió del sendero y se detuvo justo en el centro del claro.

Ahora comenzaban realmente sus problemas.

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