Capítulo 2.



La furgoneta amarilla, con las flores dibujadas torpemente a los costados, rodaba por la carretera 99, en el condado de Kern, envuelta en una densa marea de humo que brotaba del interior entremezclada con la notas musicales de «Mrs Robinson».

En la parte trasera, Mark yacía con la cabeza apoyada sobre el regazo de su chica ─como a él le gustaba llamarla─, y ella estaba tendida en el incómodo suelo de chapa, claro que eso ya importaba bien poco. Ambos miraban al techo en estado somnoliento y con una estúpida sonrisa en el rostro. Becka, que era como se llamaba, acariciaba la salvaje pelambrera del pecho de Mark, que impulsado por el intenso calor se había visto obligado a desabotonarse la camisa. El joven lanzaba bocanadas de humo hacia el techo, donde se acumulaba formando algo parecido a una espumosa niebla. Su guitarra acústica se encontraba encima de uno de los asientos traseros. La furgoneta había sido restaurada por los padres de Tommy hacía cuatro años. Ahora se asemejaba más a una casa con ruedas; sus ventanillas posteriores estaban cubiertas por cortinillas que ondeaban al viento, intentando que el calor de la región no mermara la euforia de los chicos. Adosada a la pared del vehículo estaba la pequeña cama donde sus padres habían dormido en incontables ocasiones. Con todo, Mark y Becka preferían el suelo, en el que había extendida una tela, amortiguando así la dureza del suelo.

Pam, aunque no era aficionada a la marihuana, les sonreía por el retrovisor al ver la peculiar parodia que entre los dos formaban, con sus cuerpos retorcidos y embadurnados por el sudor del Sur de California.

Un sudor que había empezado a convertirse en algo sutilmente molesto por la mañana, a pesar de la alegría que había experimentado Pamela Hopkins al ver detenerse la furgoneta y descender de ella a Tommy con aquella camisa florida. Camisa que había logrado arrancar una mueca de disgusto a su padre, que los miraba desde la ventana de la cocina, con una taza de café que sin duda empezaba a saber a rayos. Por supuesto, Pam ya conocía la opinión que su padre ─influyente empresario que había abierto una inmobiliaria y que estaba ganando algo de dinero fácil vendiendo casas adosadas en la costa Californiana─, tenía sobre la cultura Hippie.

En el desayuno, ella había intentado apaciguar un poco el carácter severo de su padre, explicando que Tommy Hurton era un joven universitario que cursaba la carrera de ingeniería. Cosa que no pareció despertar ningún interés en él. En aquel momento, Pam tuvo la sensación de que su padre sólo podía ver grandes grupos de jóvenes, desaprovechando su vida tumbados en el césped mientras humeaban como chimeneas. Los ojos del señor Hopkins se entrecerraron acentuando su recelo por todo el asunto del concierto.

Pero pamela Hopkins llevaba planeando el concierto todo el mes, y las injustificadas opiniones de su padre ─al menos injustificadas en opinión de Pam─, no la empujarían a dejar de lado a Tommy y al resto de los chicos. Por suerte ahí estaba su madre, que ya había labrado parte del tedioso camino de convencer a su padre sobre ciertas cuestiones. Aun así, el último tramo de dicho camino se mostró largo y escabroso.

─No creo que sean buena compañía para mi hija, eso es todo ─había dicho su padre.

─Trata de calmarte, papá.

─¿Que me calme? ¿Has oído eso, querida? Nuestra hija me pide que me calme. ¿Cómo puedo hacerlo mientras la veo subir a esa lata de holgazanes? Ya no hay sentido común.

Finalmente, su madre añadió a todo aquel asunto una ración más de donuts caseros y una firme frase: «Por Dios, Frank, déjala crecer». Después de esto, el padre miró a los ojos a su hija ─que ya estaban posados en el amarillo intenso de la furgoneta de Tommy─, y guardó silencio durante más de un minuto. Así quedó, mirando cómo su hija desaparecía en el interior de aquella furgoneta. El padre gimió por dentro, impotente. En la radio sonaba «California Dreaming», y se le antojó como el preludio de un largo fin de semana.

Ahora, la Volkswagen amarilla discurría por carreteras secundaria para por fin dirigirse al esperado concierto. Con las bromas que lanzaba Mark y la aguda risita de Becka, que siempre conseguía hacerla reír, las pesadillas de la noche pasada parecían quedar amortiguadas por el velo de la juventud y el entusiasmo, siempre expectante de nuevas emociones.

¿Y qué podía hacer ella con diecinueve años? «Por Dios, Frank, déjala crecer». Claro, qué si no. Por lo menos, el estar enfrascada en esos pensamientos la alejaba de sus temores infantiles. Se detuvo durante un segundo para reflexionar la palabra que había usado: infantil. Realmente no creía que el haber sido mordida por un perro que a punto estuvo de desmembrarle el brazo fuera algo infantil.

Sin embargo, Pamela detuvo su tren de ideas en cuanto vio a Mark deslizar sus labios por el lóbulo de la oreja de Becka y ésta la miró con una sonrisa sugerente. Pam sonrió al pensar en qué diría su padre si viera a un chico de veinticinco años con un cigarrillo de marihuana entre los dedos, que andaba sin empleo todo un año, y que ahora recorría con su lengua el cuello de su chica.

Tommy, por otro lado, no dejaba de mirar el indicativo de gasolina con gesto de preocupación. Hacía horas que habían dejado atrás la localidad de Kingsburg en la que había llenado el depósito. Pam estiró el cuello y vio que la aguja rebasaba peligrosamente el límite de reserva. Tommy la miró a través de sus gruesas gafas de estudiante. Su cabello rubio le otorgaba cierto aire exótico que fascinaba a Pam. El chico iba con unos pantalones marrones y una camiseta de tirantes.

Ella había optado por unos tejanos blancos y una blusa violeta cruzada por un colorido arco iris. Su largo cabello rubio estaba rodeado por un cinta marrón que destacaba sobre su tez pálida. Y adherida a la cinta, había una flor blanca que ultimaba el conjunto. Sus amigos le habían sugerido que por una vez se acercara a la estética que ellos usaban. Pam dudó durante varios días si debía salir de su casa con la nueva ropa que sabía que su padre no aprobaba. Pero aceptó. Lo que hizo que Frank sintiese una sacudida en las manos, estando a punto de derramar el café sobre el periódico. Su madre le mostró una sonrisa tolerante, dejando entrever en los ojos cierta incomodidad por lo que diría su marido.

─No lo puedo creer. ¿Qué es eso que rodea tu bonito pelo? ─había dicho Frank.

Pam se apresuraba a rechazar los modelitos universitarios de chica bien que su padre solía seleccionar cuando acudían a las tiendas de moda, cosa que cada vez evitaba con mayor frecuencia; en los últimos meses, Becka era quien la acompañaba. Supuso que era el imparable avance de la adolescencia, aunque fuese tardía como en su caso.

Y pensó que su padre explotaría al contemplar el elaborado atuendo que llevaba su amiga Becka: pantalones holgados que lucían toda una compleja variedad de colores, una podía quedarse horas mirando como si fuera un mandala hindú. Pam casi se compadeció por su amiga cuando vio sus muñecas repletas de pulseras de todo tipo, era como si sostuviera un peso innecesario sólo por el echo de tener que gustar a su nuevo novio. No obstante, a Pamela sí le gustaba el sombrero reblandecido que usaba y la blusa roja de tirantes. Sobre todo, sus gafas de cristales color púrpura, tras los cuales la había mirado sólo unos minutos antes.

Pam miró por la ventanilla. El paraje que discurría a su lado pronto dejó de tener interés; una repetitiva hilera de pinos que flanqueaba la carretera se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Algo poco común comparado con las costas Californianas, donde el amarillo seguido de azul era el tono predominante. Aquella monotonía visual la dejó sin nada más en lo que pensar, y como un astuto roedor, el recuerdo de su pesadilla se abrió paso en su mente. Era algo que quería evitar, sobre todo camino al concierto. Para el que la espera había sido una verdadera tortura por culpa de los continuos arrebatos de cólera de su padre, que veía cómo su hija se dirigía hacia el otro lado del sendero; sendero de extrañas ideas liberales que no tenían cabida en la cabeza de alguien que deseaba vender tantas casas en la costa como fuera posible. Pero, sin poder evitarlo, la vista de Pam bajó a la herida de su antebrazo derecho. Deslizó sutilmente los dedos de la otra mano sobre la cicatriz, sintiendo su relieve.

No es el momento de recordar, Pam.

No, claro que no. Pero, ¿cómo detener el río de pensamientos que se precipitaban por los rápidos, aumentando de velocidad a medida que pasaban encima de las piedras resbaladizas? Con todo, Pam consiguió retener su mente.

─¿Creo que lo pasaremos bien? ─improvisó.

─¿Bromeas? Va a ser fantástico ─dijo Mark, con voz soñadora─. Será lo mejor que hayas visto en tu vida, pequeña.

Pam vio que ante ellos se agrandaba un cartel blanco que rezaba: 100 millas, Bakersfield.

─Eh, Tommy, deberías probar esto ─rió Mark extendiendo el abultado cigarrillo.

Tommy hacía rato que no tamborileaba con sus dedos al ritmo de rock en el costado de la portezuela de la furgoneta. Pamela pensó que se debía a su preocupación por el indicador de gasolina.

─Ahora no, tío. Necesitamos buscar una gasolinera.

Becka se incorporó.

─Tus padres parecen tener aquí de todo. Seguramente tendrán alguna lata de gasolina para imprevistos. Esto parece una casa de empeños.

─¿Una casa de empeños? Qué ocurrente. Parece que la universidad que tus viejos te pagan está dando resultado ─rió Mark.

─Calla, y dame un poco de eso ─dijo Becka. Cuando tuvo el cigarrillo entre sus labios aspiró profundamente, a continuación expulsó aros que flotaron hasta el techo para sumarse a la ya sobrecargada atmósfera.

─¡Eh! Tranquila, pequeña, que esto es pura dinamita ─bromeó Mark, intentando arrebatárselo, pero ella se volvió hacia Pam que les miraba con curiosidad.

Era la primera vez que los acompañaba en un viaje que duraría todo el fin de semana; su padre en las ocasiones anteriores había logrado imponer su autoridad. Para ella todo era un mundo nuevo que deseaba observar con suma atención. Y se deleitaba en ello.

─Has dicho que has traído hierba para un regimiento, ¿no? Pues no te quejes tanto. Además, seguramente Pam también querrá probar. ¿No es así, Pam?

Becka alargó el cigarrillo hasta Pam cuando la furgoneta se detuvo en un cruce. El cigarrillo permaneció un instante inmóvil en los dedos de Becka, rezumando humo mientras ella miraba atónita a Tommy.

─Pam, busca un mapa en la guantera. Debe haber uno. Mis padres han recorrido medio país con este trasto.

Mark, con una sonrisa simpática, se volvió hacia Tommy.

─Eeh... no hay problema, tío ─rió entre dientes. Quitó el pitillo a Becka y dio largas caladas, cerrando los ojos. Expulsó el humo lentamente, disfrutando del momento─. Esto es fantástico, Tommy. ─Continuaba con su sonrisa risueña en la cara.

Pam, a través del retrovisor le dirigió una sonrisa. El joven se la devolvió añadiendo un guiño. Seguidamente abrió la guantera y cogió un arrugado mapa de carreteras del Estado de California. Echó una ojeada, deslizando el dedo índice por encima de la zona donde marcaba la carretera 99.

─Aquí no vienen gasolineras, Tommy ─le indicó─. Al menos cerca.

─Si no queremos empujar, será mejor que haya una cerca. ─Tommy comenzaba a estar preocupado─. Ten en cuenta que ya no estamos en la ruta 99 cuando mires ese mapa.


Pam asintió y analizó los serpenteantes caminos que se bifurcaban de la carretera 99.

─Según el mapa, si giramos por este cruce habrá una gasolinera a unas veinte millas más adelante. Y si continuamos en línea recta tardaremos mucho más en encontrar una. ─Pam miró a Tommy─. Tú decides.

─No lo pones fácil. ¿A cuántas millas está la próxima gasolinera en esta carretera? ─Tommy señaló con aire cansado al frente.

Pam volvió a mirar el entramado de carreteras.

─Calculo que a unas setenta millas. Aunque el mapa indica que hay un pueblo junto a la gasolinera que encontraremos si tomamos este cruce. Incluso podríamos estirar las piernas un poco. Es un viaje largo, Tommy.

El joven fijó su mirada de nuevo en el indicador de gasolina; la marca de reserva chillaba de un modo apremiante.

─Está bien. Nos desviaremos unas millas y luego regresaremos otra vez a esta vía con el depósito lleno.

Con los brazos dubitativos giró el volante, y la furgoneta amarilla se adentró por una carretera casualmente señalizada en el mapa que los padres de Tommy habían usado en sus largos viajes. Una vieja carretera que los fabricantes de mapas ahora pasaban por alto; una carretera que los desvió de su único objetivo, ir a un concierto; una carretera...

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